Eran las doce del mediodía. Tenía
sobre mí un dulce sol de invierno. Iba carretera abajo sobre la linde de mi
querido Tajo, dentro del autobús, casi solo. Andaba con el asiento reclinado,
las piernas cruzadas y los brazos sobre mi cabeza. Me sentía al borde del sueño,
casi adormilado, cuando me puse a mirar las nubes. Eran esas nubes esponjosas,
de película, casi artificiales. Empecé a pensar toda la tranquilidad que me
estaba ofreciendo el momento, así que me propuse, durante un minuto, mirar las
nubes a conciencia, sin pensar en nada más…Sin estar pendiente del móvil, de mis
preocupaciones, de mis ambiciones, de mis sueños, de mis exigencias, de nada…Solamente
disfrutando del momento único e irrepetible que me brindaba esta infame vida.
Fui inexorablemente feliz ese
minuto. Me di cuenta de lo estúpida que es la existencia y de lo poco que valen
todas las cosas, salvo esa última cosa que es ser feliz. De entre todas las
estupideces mundanas que enseña la vida, a lo que menos esfuerzo ponemos es a aprender a ser
felices. En ese momento recapacité de manera mayúscula y exponencial a cada
segundo que pasaba, un mindblowing de manual. Pensaba haber encontrado la
respuesta a todo en ese autobús que bordeaba el Tajo. No, simplemente había
descubierto que cada cosa tiene su peso, y que ese peso no debe ser modificado
por las personas, pues no nos conviene modificar los estratos vitales del ser
humano, sabiendo que es lo que de verdad merece la pena.
Solo decir "hola" y "adiós":
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